Capítulo 21: La Pianista

>> sábado, 11 de abril de 2009

La Pianista

Siempre que doña Yadra Arteaga se sentía invadida por la nostalgia y la melancolía se refugiaba en el piano. Vestida con el impecable luto negro acostumbrado por las damas de la alta sociedad regiomontana, la mujer que había cumplido recientemente los setenta años, hacía pasar sus dedos por el teclado del piano de cola que era el único mueble en el cuarto de música de la residencia de su hijo, el empresario Javier Pedrero, dueño de una de las imprentas más grandes y modernas del país. Los acordes del “Claro de Luna” invadían toda la casa y como siempre ejercieron su magnetismo sobre la nieta Yadrita, el único miembro de la familia que compartía su pasión por el instrumento.

La pianista estaba entonando los últimos acordes cuando se dio cuenta de la presencia de su nieta en la puerta del recinto. El sentimiento de melancolía dio paso a una profunda gratitud y durante un acorde levantó brevemente la mano para indicarle a la niña que se acercara.

Cuando la niña se sentó junto a la abuela en el banco del piano, cualquier observador las hubiera podido identificar fácilmente como familiares cercanos. Si no hubiera sido por la evidente diferencia de edades, los rostros de ambas eran idénticos. Tenían los mismos ojos cafés profundos, las cejas ligeramente arqueadas, una nariz recia y perfilada y una boca pequeña que parecía sonreír siempre.

Terminada la pieza, la abuela sin mediar palabra alguna la volvió a comenzar guiando con suavidad los dedos de la menor para que ella la tocara. La pequeña pronto safó sus manos dando a entender que había aprendido las primeras notas y las toco sola. Poco a poco la abuela fue guiando a la nieta a través de toda la pieza para que luego la menor repitiera las notas sola. Finalmente intentaron tocar la pieza a cuatro manos, la abuela una octava más abajo que la indicada en la partitura original cuya octava era interpretada por la nieta.

Se hizo un silencio mientras Yadra abrazaba calurosamente a su nieta. En el abrazo se percibía una despedida.

“¿Te tienes que ir, abuela?”

“¡Pero regresaré pronto!”

“La casa no es lo mismo cuando no estás para tocar le piano.”

“Ay, mi chiquita, entonces tú tienes que llenarla con todas las hermosas melodías que ya has aprendido.”

“No es igual, abuela, solo me acuerdo de ellas cuando tu estás conmigo.”

“Entonces tienes que poner mucha atención en tu clase para que pronto puedas leer las notas. Así no te tienes que acordar, la partitura se acordará por ti.”

“¿Tienes muchas partituras?”

“¿Quieres que te traiga algunas cuando regrese?”

A la niña le brillaron los ojos mientras asentía fuertemente con la cabeza. La abuela se acarició la cabeza una vez más mientras se incorporaba y se dirigía hacia el vestíbulo. El taxi que la llevaría al aeropuerto no tardaría en llegar y en unas cuantas horas ya estaría instalada en la casa de su hija Rosario que vivía en las Lomas de Chapultepec en la ciudad de México.

Desde que había muerto su marido unos años atrás en un asalto cuando salía de un cajero automático, Yadra no se había atrevido a regresar a la antigua casa del matrimonio y vivía en la casa bien de su hijo en Monterrey, bien de su hija en la ciudad de México hasta que percibía que estaban a punto de hartarse de ella. En esos momentos anunciaba que ya había acordado trasladarse hacia la otra casa en un par de días y había evitado el desastre que para ella hubiera sido tener que regresar a su propia casa. Como no carecía en absoluto de recursos, también ya se había refugiado media docena de veces en las casas de una de las muchas amistades que tenía regadas por todo el país y en la madre patria España.

Yadra Arteaga era la hija de una pareja de españoles que habían emigrado a México durante la Guerra Civil cuando en el pueblo donde vivían la situación se había vuelto insostenible para su entonces joven padre. La pareja se había establecido en Monterrey y fundado una bien surtida ferretería que en el pleno auge industrial de la ciudad pronto había prosperado y convertido en una de las mejores casas de la Sultana del Norte.

La mujer, criada en un ambiente de prosperidad que le había abierto la puerta a la alta sociedad, se había casado, a la para su época inusual edad de treinta y cuatro años con el empresario Ciro Pedrero interrumpiendo así el intento de convertirse en pianista concertina después de varios años de estudio en varios conservatorios de Europa.

Nunca se había arrepentido de cambiar el papel de concertista por el de madre y ama de casa, ya que en el fondo Yadra siempre había sido lo suficientemente honesta consigo misma que no iba a poder destacar realmente en el mundo internacional del arte. Si bien adoraba el piano y disfrutaba enormemente tocarlo, el verdadero virtuosismo con el instrumento no la había alcanzado nunca. En compensación apreciaba ahora ese algo que le había faltado en su nieta y se había puesto como última meta en la vida llevar a la niña a ese mundo al que ella no había logrado entrar.

Ese proyecto, sin embargo, por ahora nuevamente tenía que esperar unos meses. Unos días atrás su nuera ya había mostrado los primeros síntomas de incomodidad por su presencia y Yadra como siempre empacó sus maletas.

Cuando sonó el claxon del taxi, los empleados de la casa rápidamente transportaron su equipaje hacia el vehículo y Yadra sin mediar palabra lo abordó para dirigirse a su nuevo destino.

continúa con el capítulo 22: Todavía hay Balames

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